Crítica: Olivia y el terremoto invisible
Irene Iborra no edulcora la realidad, pero tampoco renuncia a la esperanza, recordándonos así que los terremotos emocionales no son el fin, sino el principio de una reconstrucción posible.
23 de junio de 2025Por Luis Miguel Cruz
La vida de Olivia no es perfecta, pero tiene muchos aspectos positivos: los vínculos amorosos con su hermano y su madre, la admiración que siente por esta y la gran imaginación que saca a relucir cada día. A pesar de esto, la niña sufre, pues con doce años es muy consciente de que las cosas no están bien. Su madre es incapaz de encontrar trabajo, lo que detona una serie de problemas que conducen a la pérdida de su casa. Es entonces cuando la pequeña se percata del primer sismo emocional que aqueja su interior y que se irá intensificando hasta alcanzar el terremoto que da título a la historia.
Irene Iborra siempre ha dicho que su salto al largometraje con Olivia y el terremoto invisible debe mucho a Ma vie de Courgette de Claude Barras. Sus palabras no se refieren a una similitud en temas ni tramas, sino a un hermanamiento desde los esfuerzos. Ambas obras reflejan la dureza del mundo desde la inocencia infantil para que las audiencias más pequeñas puedan comprender aquellas situaciones complejas que forman parte de la realidad. El filme francés hizo un entrañable acercamiento a la orfandad y los hogares de acogida; el español hace lo propio con los desahucios, lo que a su vez permite abordar otros problemas como la salud mental, el rompimiento familiar y la marginación. Un reto mayor en toda la extensión del término, pero que es abordado con una grandísima destreza por parte de la cineasta y todo su equipo.
Las bases de la historia, adaptación de La película de la vida de Maité Carranza, son virtualmente impecables, con un guion que no muestra el problema de golpe, sino de un modo paulatino, como un monstruo que se asoma lentamente ante sus víctimas. El tratamiento aumenta la impotencia de los personajes, incapaces de encontrar un modo de solventar el problema. También del público, que de este modo encuentra múltiples líneas de identificación que van desde la vivienda en una crisis habitacional que se ha disparado en todo el mundo hasta la desesperanza que provocan las rachas negativas que parecen no tener fin. Esta misma construcción da paso a un interesante juego de contrastes que se manifiesta a lo largo de todo el filme, entre los que destaca la noción de que los momentos más luminosos pueden derivarse de las experiencias más oscuras.
Este mismo tratamiento ha sido brillantemente trasladado a Olivia, una niña noble que cae en conductas impropias ante su incapacidad para lidiar con los problemas y con la abrupta madurez que estos le representan. La dualidad va más allá de sus acciones y se aprecia de lleno en su interior, con una imaginación que siempre la ayudó a sobrellevar los pesares, pero que recientemente se ha alzado como un arma de doble filo.
Y es que la solución de Olivia para tratar de proteger a su hermano es convencerlo de que todo es una película. Un tratamiento que aprovecha las propiedades metanarrativas del arte, celebra la capacidad curativa del cine y rememora la relación intimista entre la sociedad y el audiovisual. Una relación que remite a lo visto en La vita è bella (Roberto Benigni, 1997), con la peculiaridad de que en este caso la inocente mentira ayuda al pequeño, pero impide que la protagonista encuentre el modo de lidiar con sus propios pesares.
Lo decíamos al inicio: Irene Iborra ofrece una compleja ramificación de dilemas entre los que figura la salud mental. Su representación a través de la madre, quien cae en una severa depresión, es fácil de detectar. Más engañosa es la de la pequeña, quien cae en un abismo que parece no tener fondo, reflejado en una serie de hipnóticas visiones seguidas de crisis en las que, cada vez más autoconvencida de su engaño, se repite que “solo es una película”. Todo esto deja ver que la ficción puede ser una inspiración, mas no una salvación, pues esta solo puede encontrarse en el mundo real y muy especialmente en quienes nos rodean.
Olivia y el terremoto invisible es dura por momentos, pero también desborda esperanza. No es casualidad que la realizadora desarrolle el eje de sus acciones en la calle Futur (futuro en catalán) para enfatizar la importancia de los niños en la construcción de un mundo mejor. Son ellos los que brindan consuelo a la chica afectada, los que actúan para ayudarla a resolver sus problemas y los que encabezan una ambiciosa iniciativa en busca de soluciones que impacten positivamente en toda la comunidad. Son también los que desobedecen e incluso desafían a la autoridad para demostrar su empatía. Lo hacen, además, sin siquiera pensar en sus diferencias, sino centrándose únicamente en sus elementos en común. Una cátedra de humanidad en las sociedades cada vez más multiculturales que imperan en la actualidad.
Las cualidades son selladas con un stop motion de primer nivel, que combina grandes especialistas con nuevas generaciones de talento. Una fórmula cuyos estupendos resultados se aprecian en cada uno de los cuadros que integran el filme y que confirman a Iberoamérica como una potencia emergente de la técnica.
De este modo, Olivia y el terremoto invisible se alza como una poderosa representación de la resiliencia humana, capaz de encontrar el amor y la belleza en medio del caos. Irene Iborra no edulcora la realidad, pero tampoco renuncia a la esperanza, recordándonos así que los terremotos emocionales no son el fin, sino el principio de una reconstrucción posible y que incluso entre los escombros, la solidaridad, la imaginación y la ternura pueden abrir grietas por donde se cuele la luz.
Ficha técnica
- Título Olivia y el terremoto invisible
- Dirección Irene Iborra
- País España, Francia, Chile, Bélgica, Suiza
- Técnica Stop motion
- Voces Jordi Évole, Emma Suárez