Radix

Cortometrajes

Crítica: Leopoldo el del bar

Un pasado que se derrumba, una existencia dolorosa y una paloma muy española que no deja de insistir en la importancia de extender las alas al vuelo.

9 de septiembre de 2022
Por Luis Miguel Cruz
Crítica: Leopoldo el del bar
Compartir

Soy muy bueno mostrando los beneficios de volverse paloma”, asegura una enorme ave antropomorfa al personaje titular. Este poco puede hacer sino escuchar el incesante parloteo mientras contempla expectante, casi indiferente, cómo pierde la cordura.

Leopoldo el del bar nos introduce con un anciano completamente ordinario que no hace sino disfrutar de su estancia en el local referido en el título. No es uno cualquiera, sino el de toda la vida. Por eso uno no puede sino compadecerse cuando una voz fuera de cámara señala que “este bar ya no hay quien lo levante”. Un anuncio tan traumático que quedará plasmado en su memoria con un palomo que se posa ante él justo cuando lo escucha, convirtiéndose así en el eterno protagonista de su incesante dolor.

El mayor logro del cortometraje es la brillantez con la que plasma la pérdida del juicio. Después de todo, la ficción española siempre ha tenido un lazo inquebrantable con la locura. Uno que se extiende desde el Quijote hasta La casa de papel. Ahora el director Diego Porral continúa la tradición de un modo tan exquisito como singular, que se apoya de lleno en la tragicomedia para convertirse en un dignísimo heredero de la añeja tradición.

Se asienta en el dolor para lograrlo. No por la desaparición del bar como tal, sino lo que ésta representa: la caída del último pilar que sostiene un pasado que se ha ido para siempre. Algo que puede apreciarse en la manera nostálgica con la que que Leopoldo acaricia el lado opuesto de la cama, así como en detalles técnicos como las tonalidades sepias que predominan en la intimidad del hogar. Pero el confort no dura mucho, o mejor dicho nunca se concreta ante las francas distorsiones a la realidad, casi todas protagonizadas por una paloma que no hace sino invitar al individuo a emprender el vuelo.

Se apoya también en una poderosa simbología plasmada con especial fuerza en la emplumada criatura. A diferencia de los estáticos gigantes quijotescos que no eran sino simples molinos de viento, esta ave se caracteriza por su eterno dinamismo. Habla tanto que por momentos es difícil seguirle el ritmo, aprovecha cada oportunidad para revolotear en torno al anciano, cambiando además de forma y tamaño. Incluso se mofa, para luego insistir: vuela, vuela, vuela…  Podría ser molesta, pero es concebida con tanta destreza que es más bien hipnótica, siendo el perfecto reflejo de esa voz interior que insiste en hacer lo que uno debe.

El potencial simbólico también puede apreciarse en toda la esencia madrileña. Se aprecia en el bar y los recorridos por las calles de la capital española. Incluso en el vestuario del palomo que por momentos se exhibe muy castizo. No es un localismo banal, sino un elegante vistazo al interior de un hombre que lleva toda su vida en la misma ciudad, que se ha convertido en su orgullo, pero también en su zona de seguridad. Detalles que bien podrían ser adaptados para trasladar las acciones a cualquier otro destino. Menos madrileño pero igual de española es el cartel de Salvador Dalí que puede apreciarse en una parada de autobús y que funge como otra alusión directa a la locura.

Todas estas propiedades aumentan todavía más por una técnica de primer nivel. En primer plano están los personajes centrales realizados en una animación 2D sutil, pero de gran complejidad por las naturalezas tan opuestas de los protagonistas. Destacan en este caso las eternas transformaciones del ave cuyos cambios de tamaño y forma siempre mantienen una misma línea estética. Al fondo unos escenarios concebidos con tal nivel de realismo que por momentos parecen auténticas fotografías. Todo esto para adentrarnos de lleno en Madrid, así como en el corazón de un hombre que lo ha perdido todo, incluyendo el deseo de vivir.

Para terminar uno de los cuadros más poderosos que ha dado la animación en los últimos años. Uno que invariablemente invita a la meditar sobre el desenlace del personaje central, cuyo destino puede leerse como una caída a la desesperación o una apertura de alas hacia lo más alto. Reflexiones que van de lo doloroso a lo esperanzador, y con las que Porral no hace sino exaltar la complejidad de la psique humana. Miguel de Cervantes, experto en la materia con su Quijote, estaría orgulloso.