Crítica: Le sommet des dieux
Uno de los acercamientos cinematográficos al mundo del alpinismo más fascinantes hasta ahora.
29 de octubre de 2021Por Luis Miguel Cruz
Hay quienes piensan que la búsqueda de una identidad propia en la industria animada se reduce al tratamiento de historias locales. Nada más equivocado, pues si bien éstas pueden ayudar en la concepción de una base sólida, para nada están peleadas con la exploración de otros territorios. Las grandes potencias de la técnica lo han demostrado hasta el cansancio, siendo Le sommet des dieux el más reciente ejemplo de ello. Después de todo, hablamos de la adaptación francesa de un manga protagonizado además por dos personajes japoneses.
Una proeza de este tipo sólo podía ser encabezada por un auténtico genio como Didier Brunner, el mítico productor detrás de clásicos galos como Les triplettes de Belleville (2003) y Ernest & Celestine (2012). Esto sin quitar mérito a Patrick Imbert, quien luego de 20 años de experiencia como animador debuta en la dirección con un proyecto de alto riesgo y más complejo de lo que podría parecer en primera instancia.
La película nos introduce con un fotoperiodista cuyos esfuerzos fallidos por llegar a lo más alto del Everest le acercan a la resolución de uno de los grandes misterios en toda la historia del alpinismo: ¿fueron George Mallory y Andrew Irvine los primeros en llegar a la cima de la montaña? Un enigma que además viene por partida doble, pues su resolución implica localizar a un escalador desaparecido desde hace varios años luego de que sus sueños de gloria le condujeran a la tragedia.
Le sommet des dieux no es ni de cerca el primer acercamiento cinematográfico al mundo del alpinismo, pero sí que es uno de los más fascinantes realizados hasta ahora. Esto porque a diferencia de muchas otras exploraciones, la francesa no se centra en la espectacularidad visual ni en las incontables tragedias ocurridas en la montaña. Es más bien el retrato de una pasión incomprendida hasta por los propios protagonistas. Individuos que anhelan el reconocimiento, o al menos que así lo creen hasta que las adversidades en el camino les llevan a cuestionar sus propias intenciones. Es también el reflejo de una obsesión llevada al extremo: vivir o morir para probarse, no ante los ojos del mundo, sino los de uno mismo. Es finalmente una esperanza con la cumbre como símbolo del fin último y el sueño de la llegada incluso ante la franca imposibilidad de concretar el objetivo.
No menos relevante es el valor que se da al prójimo, no a partir de la amistad como tantas otras películas, sino de la mera compañía. Dos hombres con distintas visiones de la vida, pero con tantos elementos en común que invariablemente los conducen a la identificación y el apoyo mutuo. Auténticos tanques de oxígeno para garantizar la supervivencia, no sólo en la montaña, sino en la lucha contra sus respectivos demonios.
Estos valores se potencian con un diseño de personajes fascinante que se inspira en las ilustraciones realizadas por Jirō Taniguchi para el manga original, pero que no desaprovecha la oportunidad de hacerse con una esencia muy propia y con una estética muy gala. Ni qué decir de los panoramas, tan hermosos como atemorizantes, y concebidos con tal destreza y detalle que son capaces de engañar al cerebro hasta generar sensaciones de vértigo aun cuando no son más que ilustraciones. Todo esto además sin ningún tipo de fotorrealismo. No estamos ante una producción CG como se contempló en las primeras etapas del proyecto, sino ante una nueva muestra de animación tradicional que tan buenos resultados ha dado a la animación francesa.
Y como toque final una metanarrativa tan exquisita que por momentos nos hace preguntarnos si estamos ante una historia verídica. No lo es, pero el tratamiento de los personajes es tan multidimensional que su combinación con elementos reales así lo hace parecer.
Mallory decía que “no es la montaña lo que conquistamos, sino a nosotros mismos”. Una premisa que Summit cumple con creces. La película definitiva de alpinismo ha llegado y es animada.