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Críticas

Ana y Bruno

La espera por el regreso animado de Carlos Carrera fue larga, pero valió la pena.

20 de abril de 2022
Por Luis Miguel Cruz
Ana y Bruno
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Existen dos formas de abordar una película como Ana y Bruno. La primera sería desde la frialdad de la técnica y con la que no saldría realmente bien parada, pues está lejos de la animación más avanzada. La segunda es desde la calidez de su narrativa y es aquí donde encuentra su verdadera fortaleza.

No estamos ante una película familiar a la vieja usanza. De esas que se centran en los niños y relega a los adultos a un segundo plano. Es más bien una historia ideada para generar todo tipo de reflexiones en toda su la audiencia. Más inusual es el hecho de que éstas se relacionan con temas tan complejos como son la salud mental y la muerte, y lo más sorprendente de todo es que estos sean tratados con tanta ternura. Una producción madura y reconfortante que invariablemente resulta en un paso decisivo para la industria mexicana e iberoamericana en general.

Este tratamiento podría resultar sorpresivo si analizamos la obra del director Carlos Carrera sólo desde sus animaciones más representativas como serían Malayerba nunca muerde (1988) y El héroe (1994) que se mueven sobre el desencanto y la desesperanza. No así si nos decantamos por su trayectoria en acción real con la que ha demostrado un enorme talento para fusionar el dolor, la esperanza y sobre todo la inocencia. Ahí está Benjamín (La mujer de Benjamín, 1991) que recurre al extremo para tratar de conquistar al que cree es el amor de su vida; también la aniñada Amelia (El crimen del padre Amaro, 2002) ansiosa por convertirse en mujer con la exploración de sus sexualidad; o el pequeño Francisco (De la infancia, 2010) con un apoyo de ultratumba que hace más llevadera su trágica existencia. Ana y Bruno se mueve en esta misma línea con la historia de una niña que intenta rescatar a su madre de un aterrador psiquiátrico, lo que se complica porque ésta última va perdiendo cada vez más la noción de la realidad, lo que invariablemente obliga a la pequeña a dar el paso decisivo pero irreversible rumbo a la madurez.

No estará sola en la transición al contar con el invaluable apoyo de Daniel y Bruno. El primero es un huérfano invidente capaz de hacer reír y llorar por igual. El segundo es una criatura fantástica que, lejos de un simple secundario o un comic relief, es el corazón de la película gracias a que su excentricidad sólo es rebasada por el amor y la lealtad que manifiesta por su compañera de aventuras y siendo clave para demostrar que existe luz hasta en los momentos más oscuros. El respaldo se complementa por muchas otras criaturas secundarias de corte irreverente, algo que resulta divertido en un inicio pero que eventualmente se torna reiterativo y excesivamente simplista. Su humor no sólo es un distractor importante que corta el ritmo de la historia, sino que resulta innecesarios dada la naturaleza de la misma.

Para terminar no podemos dejar de referirnos al diseño de los personajes que dan continuidad a la estética animada de Carlos Carrera. Algo que aunado a las tramas y los temas obliga a preguntarse si estos proyectos guardan una relación narrativa entre sí, al tiempo que conceden al mexicano un auténtico carácter de autor dentro de la técnica.

Contrastar Ana y Bruno con los gigantes hollywoodenses es un ejercicio innecesario, absurdo e incluso injusto. Es un film que encuentra su lugar entre títulos como Arrugas (2011), Ernest & Célestine (2012), Anomalisa (2015) o Ma vie de Courgette (2016), cuya valía recae más en su humanidad que en su técnica, así como en el profundo respeto que muestran por el público al decantarse por historias cuyas reflexiones permanecen mucho tiempo después de abandonar la sala. Una de las animaciones iberoamericanas más sobresalientes de los últimos años, además de una prueba más de que la industria de todo el bloque sigue dando pasos valientes y decisivos rumbo a la madurez.