Una de las mayores satisfacciones en los cortometrajes de escuela es poder atestiguar la valentía exhibida por tantos jóvenes que se muestran ansiosos no sólo por contar sus historias, sino por hacerlo de un modo que rompa todos los esquemas. Tal es el caso de Chimborazo, dirigido por Keila Cepeda y elegido ganador de Talent.Cat en Animac 2023.

La joven cineasta nos traslada al corazón del volcán ecuatoriano Chimborazo para una historia que sobresale por su triple función: rendir homenaje a los hieleros puruhá; dar a conocer al mundo una profesión ancestral que está al borde de la extinción; alertar sobre cómo la urbanización desmedida atenta contra nuestro mundo, nuestra identidad y nosotros mismo. Todo esto, en una trama de apenas siete minutos de duración.

El guion nos introduce con un hombre maduro que dedica su vida a transportar grandes bloques de hielo a la comunidad más cercana. Una labor que cada día se torna más dura por su avanzada edad, pero también por una expansión humana que arrolla todo a su paso.

Para exaltar estos mensajes, Keila Cepeda se apoya en un continuo juego de contrastes. El más evidente, aunque no por ello menos importante, es el continuo impacto entre los recuerdos del pasado y un presente que se torna cada vez más adverso para nuestro protagonista. Es sólo el primero de muchos, pues los hay de todo tipo.

En el diseño, nos introduce con personajes y entornos amables, todos ellos construidos sobre curvas y una paleta alegre. Es fácil dejarse engañar y pensar que efectivamente estamos ante algo feliz y es precisamente por esto que el impacto es mayor conforme la tragedia se va haciendo presente. Algo que sucede más pronto que tarde con la introducción de tonos opacos que se van oscureciendo, así como con situaciones dolorosas que implican decisiones muy maduras por parte de la joven artista.

El apartado técnico no se queda atrás. Aquí resalta la manera en que aprovecha la cámara para reflejar la majestuosidad del volcán y la monstruosidad de la urbe. En el caso de la primera, lo hace con ángulos en picada que sacan a relucir la fuerza de la naturaleza; para la segunda, parte del enfoque neutral hasta terminar en un contrapicado extremo con edificios que se ciernen sobre las miradas de las audiencias.

A esto último sumamos el respectivo uso de colores blancos contra rojos para cada una de las secuencias. El toque final para que Chimborazo ascienda como un enfrentamiento simbólico que va más allá de lo natural y lo urbano. Es también un duelo entre la pureza de un mundo que se desvanece ante nuestros ojos y la violencia de una sociedad de consumo y destrucción. Es finalmente un combate entre un mundo tan limpio e inocente que deambula cerca de la divinidad, pero que nada puede hacer ante una urbe que ataca como si de una bestia se tratase.

Todo esto, complementado además, por los más sutiles detalles que quizá pasarán inadvertidos para muchos, pero que son fundamentales para la adecuada construcción de los mensajes. Como el tenue movimiento de las nubes en los primeros segundos que refleja un mundo limpio, pero también un paso del tiempo que no perdona. O los edificios, que van creciendo en ángulos cada vez más inclinados, como si de afiladas dagas que emergen de la tierra se tratase. Mención especial para las decisiones musicales, que se olvidan de los instrumentos clásicos para decantarse por flautas tradicionales cuyos sonidos de viento exaltan el mundo ancestral de nuestro protagonista.

Es por esto que Chimborazo debe ser visto como algo más que un corto de escuela. Es un trabajo dotado de gran visión y de alta calidad. Es, sobre todo, un trabajo muy necesario. Uno de esos títulos que invitan a voltear a lo más hondo de nuestras culturas para reflexionar sobre lo que tenemos y lo que hemos perdido en el camino. Reflexiones sumamente interesantes ejecutadas con enorme destreza y que nos invitan a estar atentos del desarrollo del equipo responsable detrás de esta producción.