Crítica: El corto de Rubén
Una pieza que se ríe de sí misma, pero también de toda la industria, que escuece y entretiene por igual, pero sobre todo, que cree firmemente en el cine como acto de resistencia creativa.
6 de agosto de 2025Por Luis Miguel Cruz
Hacer cine no es sencillo. Incontables artistas, a través de los tiempos, lo han dejado claro con sus respectivas inmersiones al interior de la industria, con las que han plasmado los incontables desafíos que hacen posible la magia cinematográfica. De Wilder a Spielberg, y pasando por nombres como Donen, Fellini, Tornatore, Burton, Jonze, Scorsese y Hazanavicius. ¡Y esto solo por nombrar algunos! Con la animación contemporánea en estado de gracia, solo era cuestión de tiempo para que el talento iberoamericano concretara su propia exploración, que llega bajo la visión de José María Fernández de Vega. El cineasta ha demostrado ser una opción ideal para asumir un reto de esta magnitud, dada su enorme experiencia al frente de The Glow Animation Studio. Así ha quedado demostrado con El corto de Rubén.
El título en cuestión nos introduce a Javier, un entusiasta del cine decidido a realizar su cortometraje. Sus sueños colapsan de lleno con la realidad cuando la maquinaria de la industria devora sus planes hasta cambiar su proyecto a otra cosa que no tiene nada que ver con su idea inicial. Tanto, que ni siquiera su nombre sobrevive al proceso.
La premisa invita a pensar que estamos ante una historia humorística más bien sencilla, pero no pasa mucho tiempo antes de que la obra deje ver su complejidad, que además se manifiesta en múltiples niveles. El más evidente es el artístico, con una producción que cambia su técnica en numerosas ocasiones, empezando por el live-action para luego decantarse por el 2D, la rotoscopia y el 3D. Estas transiciones no son producto de la vanidad, sino un esfuerzo por ponernos en los pies del aspirante a cineasta ante las recomendaciones estéticas en torno a su proyecto. Tampoco son fáciles, pues cada exploración requiere procesos distintos y equipos de producción específicos. Con todo y las complicaciones que esto representa, admitimos que nos habría encantado ver una pizca de stop motion en la mezcla.
Esto ya es fascinante por sí solo, pero el verdadero pico llega desde su guion altamente metanarrativo, que desde los primeros minutos ofrece una disparatada, pero siempre crítica, radiografía de una industria de los sueños que en numerosas ocasiones termina convirtiéndose en una pesadilla. En este caso, personificada por una serie de alocados personajes cuyos diseños y voces corresponden a nombres de jerarquía dentro de la animación española, como el propio José María Fernández de Vega e Iván Miñambres, de UniKo. Su aparición es una exquisitez para quienes están familiarizados con los pormenores de la animación iberoamericana, mientras que su buen trabajo resulta decisivo para un argumento que se mueve con destreza entre lo absurdo y lo tragicómico.
Y es que resulta virtualmente imposible no conectar con Javier, un sujeto cuyos anhelos sufren una mutación tan severa que termina plasmada en su identidad y personalidad. Así se aprecia en el nombre erróneo que le conceden los altos mandos de la producción y que nunca es corregido, a pesar de las insistencias del novel creativo, quien simplemente termina por asimilarlo. Un duro reflejo simbólico de cómo acepta todos los cambios a una obra que nació de una idea suya, pero que con el tiempo deja de serlo, aun cuando parezca renuente a aceptarlo. Esto se confirma en su desenlace doloroso y poderoso, que debe mucho a Akira (Katsuhiro Ôtomo, 1988) tras un guiño importante del primer acto, pero también a Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950), que fusiona al personaje de Gloria Swanson con sus frustraciones y obsesiones.
Los usos de la animación suscitan reflexiones similares, pues la conversación en la que Javier revela sus deseos de hacer un corto deja ver algunos de los estigmas que siguen rodeando a la animación. “Los dibujitos tiran pa’ delante”, le dice un amigo, convencido de que la técnica podría ahorrarle varios problemas de logística, ignorante de los enormes retos de esta industria en particular, muchos de los cuales son desconocidos hasta por quienes trabajan en el audiovisual en su modalidad live-action. Todo esto puede apreciarse en el desarrollo de la obra, que por momentos se queda sin color ante los problemas presupuestarios que se cruzan en el camino.
El corto de Rubén se suma de este modo a la rica y ecléctica filmografía de The Glow Animation Studio, que fiel a su costumbre, ha aprovechado el arte animado para dejarse llevar por pasiones, deseos e inquietudes que son las de muchas personas. En este caso, con una inusual deconstrucción que rinde homenaje al arte animado, pero sin perder la oportunidad de cuestionar sus reglas, sus procesos y su identidad. Una pieza que se ríe de sí misma, pero también de toda la industria, que escuece y entretiene por igual, pero sobre todo, que cree firmemente en el cine como acto de resistencia creativa.