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Crítica: Historia de un oso

Una invitación a aprovechar el poder del cine para nunca olvidar las atrocidades del pasado.

12 de enero de 2022
Por Luis Miguel Cruz
Crítica: Historia de un oso
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Los premios cinematográficos casi siempre son motivo de debate, pero existen contadas ocasiones en los que estos son parecen incuestionables. Tal es el caso de Historia de un oso, que en 2016 fue galardonado con el Oscar a Mejor cortometraje animado, lo que le convirtió en la primera animación iberoamericana en hacerse con un premio de la Academia.

Este paso decisivo para nuestras industrias sólo pudo concretarse con una mezcla de perfección narrativa y técnica concretada con, tal y como sugiere el título, un oso que trabaja minuciosamente en un diorama mecanizado para un espectáculo callejero. Su triste deambular por un inmueble atestado de recuerdos, como son la silueta de su pareja en la cama o la habitación de su hijo, aunado al uso de luces cálidas que remiten directamente a la nostalgia, dejan claro que algo no está bien. Una situación que es confirmada cuando un curioso osezno se acerca para disfrutar del show.

Esta exquisita metanarrativa es la que permite adentramos en el núcleo de la trama: tres osos cuya felicidad, como la de tantas otras familias, se ve terminada cuando un grupo de individuos separan violentamente a sus miembros. El protagonista y narrador es llevado a un circo donde realiza espectáculos en bicicleta, hasta que finalmente aprovecha su habilidad para escapar de sus captores. Sus esfuerzos no le serán de gran ayuda al ser incapaz de reencontrarse con los suyos. ¿Cuál fue su destino? Nadie lo sabe con certeza, siendo este un cierre trágico pero decisivo para que la obra alcance su máximo potencial simbólico.

Historia de un oso es una de las más brillantes interpretaciones del golpe de estado chileno, la dictadura y las incontables personas enviadas a campos de tortura, temas recurrentes en la filmografía andina y que son trasladados con enorme destreza al terreno animado. Hablamos de un corto que en apenas diez minutos de duración aborda no sólo la tragedia de incontables familias, sino las inquietudes de muchos de sus miembros que a la fecha han sido incapaces de reencontrarse con sus seres queridos o peor aún, de siquiera saber qué sucedió con ellos. No menos sobresaliente es que a pesar de su localía e incluso de su intimismo –el director Gabriel Osorio asegura que inspiró la trama en su abuelo–, se trata de un proyecto sumamente universal cuya trama puede adaptarse a muchas de las crisis sociopolíticas que han aquejado al mundo desde mediados del siglo XX. La más evidente de todas es sin duda la II Guerra Mundial que marcó el destino del mundo entero.

Estas cualidades se ven respaldadas además por un exquisito despliegue de distintas técnicas animadas que incluye 2D, 3D y stop motion con las que se pretende delimitar los distintos planos tocados por el argumento: el mundo real contra el espectáculo concebido por el protagonista. Todas ellas están tan bien logradas y fusionadas que por momentos resulta imposible definir dónde termina una y empieza la otra, lo que lejos de atentar contra la mencionada segmentación, enfatiza la noción de que por más maravilloso que parezca en primera instancia, lo visto en pantalla tiene una base real tan cruda como dolorosa. Una invitación a aprovechar el poder del cine para nunca olvidar las atrocidades del pasado.

La fascinación visual nunca desaparece, pero sí que pasa a segundo término en cuestión de segundos, pues contribuye tanto a la inmersión que uno simplemente deja de pensar en tecnicismos para centrarse de lleno en el argumento. Un claro ejemplo de lo que sucede cuando la tecnología se pone al servicio de la historia y no a la inversa.

Si bien los aspectos visuales resultan sobresalientes, sería injusto olvidarnos de los sonoros. No cuenta con diálogos y tampoco los necesita al apoyarse netamente en sonidos del entorno: el doblar de las campanas, el impacto de los golpes y el rechinido del dispositivo con el que el personaje central espera encontrar la paz interior. Todo esto además complementado por una exquisita banda sonora a cargo de Dënver que transmite dosis de nostalgia y esperanza por igual, sensaciones complementarias para un protagonista que lo ha perdido todo pero que se empeña en continuar su búsqueda.

Historia de un oso es uno de esos proyectos destinados a permanecer por siempre en la memoria de todos aquellos que lo han visto. Un cortometraje emotivo, poderoso y sobre todo necesario para entender y terminar con muchos de los males que nos aquejan como sociedad. Finalmente, un título que se ha ganado muy merecidamente su lugar entre lo más alto de la animación iberoamericana y que invita a seguir aprovechando la técnica para contar nuestros sueños, pero también inquietudes al mundo entero.